Cuando Jesús Lemus dice “a mí me fue bien… fui a parar a una cárcel federal”, varios en el auditorio se miran uno a otro. Y poco a poco, a través del relato crudo y a la vez ecuánime para narrar la experiencia sufrida, el asombro del público se desvanece hasta convertirse en simpatía para quien, a pesar de buscar la forma de realizar un texto equilibrado, también llegó a simpatizar con “los malditos” de los que formó parte.
A través de “Los Malditos” (Grijalbo, 2013) Jesús Lemus se salvó a sí mismo del encierro en una cárcel federal, la de Puente Grande, famosa no sólo porque de allí se fugó Joaquín Guzmán Loera “El Chapo” la primera ocasión, sino por tener en su seno a famosos habitantes, expresión máxima de la criminalidad.
“Lo pensé y comencé a trabajar para salvarme de la miseria en que me pusieron”. Relata el periodista michoacano que cayó en la picota cuando comenzó a publicar información comprometedora de la hermana del entonces presidente de la República, Felipe Calderón, a quien se le vinculaba por presuntos nexos con el crimen organizado, literalmente entre Luisa María Calderón y Servando Gómez “La Tuta”.
Lemus fue secuestrado y desaparecido durante 72 horas por el mismo comandante de la policía de del estado de Guanajuato que era su informante sobre asuntos que ocurrían en La Piedad, ciudad que colinda con los límites de aquel estado. El periodista fue entregado a un comando de “Los Zetas” para ser ejecutado, acción que se incumplió por una alerta de la organización internacional Reporteros sin Fronteras que lo comenzó a buscar de inmediato.
El periodista narra al auditorio que atento, con el aliento contenido, espera el siguiente episodio, donde inicia el proceso de fabricación de delincuente y una serie de acciones con las que cientos, si no es que miles de detenidos sufre en las instancias de procuración y administración de justicia.
El auditorio de la sala Nicolás García de San Vicente de la Feria Universitaria del Libro (FUL) que organizan la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo y su Patronato, con el auspicio del Conaculta, escuchó atento cómo a Jesús Lemus lo clasificaron como narcoperiodista y le adjudicaron el segundo nivel de mando en la Familia Michoacana, sólo detrás de Nazario Moreno y por delante precisamente de “La Tuta”.
Tras una estancia en el penal guanajuatense de Puentecillas donde gobernaba el amigo de Calderón Hinojosa, Juan Manuel Oliva, lo clasificaron como un reo de alta peligrosidad que podría poner en peligro la estabilidad del penal porque con cualquier objeto puede causar problemas. Tal clasificación provocó su traslado a Puente Grande a la zona de alta peligrosidad.
Seis meses desnudo en un espacio de 2×3 metros, escasa comida y salidas de aquel espacio por las noches, para ser bañado con agua a presión mientras los perros le ladraban en la cara, “me hacían volver calientito” a la celda, parecida o peor a los campos de exterminio del gulag soviético que vemos y de los que nos asombramos en las películas.
Frente a estas experiencias, afirma Lemus al auditorio compuesto en su mayoría por jóvenes universitarios, pero también por público en general, “los intentos de suicidio son constantes. ‘El clavado de la muerte’, que no es otra cosa que los presos se lanzan con toda fuerza hacia arriba y tratan de dar una pirueta para caer de cabeza al suelo, muchas ocasiones sólo los deja paralíticos y andan en silla de ruedas”.
Incluso, afirma, los trabajadores del área de psicología del penal les dan terapias para inducirlos. Y les ofrecen como presuntas armas pequeños pedazos de grafito. Tales terapias también incluyen la entrega de dos cuadros diarios de papel sanitario y la frase de que “esto es lo único que tienes”, de manera literal porque al estar desnudos, es lo único con lo que en realidad cuentan.
Y con la solidaridad de los otros malditos como narra, al recordar la ocasión que fueron castigados una semana sin comida y lo único que podían tomar era su propio y escaso orín. Ahí conoció a aquellos hombres señalados de ser los grandes y peligrosos criminales de la sociedad mexicana en su lado íntimo, su lado humano.
“Cómo no quebrarte ante la acción de solidaridad de Daniel Arizmendi, “El Mochaorejas”, que no sabes cómo pero logra hacerse llegar una tortilla dura y te comparte una parte de ella tras una semana sin comer” o “ver cómo todos, incluso yo, nos acercamos a Rafael Caro Quintero para contarles de nuestros problemas, porque era como el gran tío a quien todos acuden, porque es el hombre más sensato y que siempre tiene un consejo a flor de labio”.
Fue con esos pedazos de grafito y de papel que comenzó a escribir un gran reportaje, el de “Los Malditos”, resultado de sus conversaciones con Alfredo Beltrán Leyva, Mario Aburto y los ya mencionados, entre otros, “para salvarme de la miseria a que me llevaron”, a la vez que inició su propia defensa porque a los abogados que lo representaban los mataron, hasta que logra su absolución.
Aquel infierno sostenido durante los tres años en que estuvo preso y su afirmación de que “a mí me fue bien… fui a parar a una cárcel federal” sólo puede entenderse cuando termina el enunciado: “porque no terminé con un balazo en la frente ni tirado en un basurero o a la orilla de la carretera como muchos otros periodistas”.